Marco Antonio Rodríguez Soto/
Apenas había salido de su casa cuando supo que algo no estaba bien, pues las formas que lo rodeaban perdían la solidez de siempre.
Conocía el camino y sin embargo no distinguir los objetos complicaba su andar.
Sus pasos se volvieron pesados, como si de súbito hubiera entrado en un singular estado de inanición, pues el concreto se fundía volviéndose lodo para hundir sus pies en aquella masa terrosa.
*
Desplazarse era una tarea compleja e incierta. Los colores y formas estaban ahí, aunque cada vez más difusos. A su mente le vinieron imágenes de aquellas ficciones en las cuales algunos mutaban en lobos apenas aparecía la luna, y recordó la historia del hombre vuelto insecto tras despertarse, como si las pesadillas nocturnas que hubiera soñado cobraran forma de alerones afianzados en la espalda y de antenas por encima de la cabeza.
Afortunadamente seguía caminando, aunque cada vez con mayor dificultad, a pesar de que las piernas no eran el principal problema. Escuchaba voces distantes e imprecisas, aunque juraba conocer a quienes las pronunciaban, pero su pobrísima capacidad visual le impedía afirmar que aquel se trataba de Raúl o de Abelardo.
Pronto la confusión lo hizo olvidar hacia dónde iba y comenzó a desplazarse sin rumbo, como si sus piernas obedecieran a cierta inercia injustificada: iba dos metros a la derecha y luego a la izquierda, atrás después y acto seguido para adelante. Ya se movía con sigilo para evitar caer en alguno de los múltiples baches que tapizaban el pueblo, a modo de respetables albercas urbanas.
Entonces, a lo lejos escuchó un par de árboles susurrar el coro del viento que batía sus ramas y a los pájaros entonar el canto del mediodía. Claro, no veía sus hojas ni los fuertes brazos de madera, aunque alcanzaba a percibir plastas verdes que iban de un lado a otro, acariciadas por el aire. Por lo menos sabía que los arbustos todavía estaban ahí.
*
Sin prisa ya pero también sin rumbo alguno, se detuvo para captar mejor su alrededor.
Quiso adivinar las formas y sonidos que percibía y decidió enlistar las bicicletas, motos, carros y camiones; las señoras, niños y hasta bebés que se cruzaban por ahí. Eso también duró muy poco, pues como si ojos y oídos estuviesen conectados, le costaba identificarlos cada vez más.
Siguió caminando aunque realmente sin avanzar, ya es que la confusión nublaba sus intenciones de ir a la tienda o al parque ¿O sería al revés? ¿Esa niebla había logrado confundir sus intenciones para ir a algún lado?
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Caminó y caminó aunque volviendo siempre al mismo lugar. Se había vuelto ajeno al tiempo y el espacio: no ver le frustró tanto que detonó dentro de él una furiosa bomba.
Quería volver pero no recordaba los pasos que minutos antes había dado y además, ahora, se comportaba agresivo: bramaba súplicas en un intento de distinguir las sombras, que merodeaban como espectros en torno a él.
Otro arrebato lo obligó a patear con frenesí una silueta que posaba en el suelo sin percatarse que se trataba de una botella aún con cerveza, pues el hedor a viernes de inmediato se hizo presente en su nariz.
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Algunas gotas salpicaron su rostro pero no las limpió; el estruendo que provocó aquella botella le trajo reminiscencias que lo paralizaron definitivamente y que, de manera inconsciente, le hicieron encogerse de hombros, pero algo sucedió, porque los cristales de aquel envase le impusieron un recuerdo, quién sabe cómo.
Secó entonces las gotas con la manga de su suéter mientras los vidrios, uno a uno, enmudecían.
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¿Cristales acaso igual que sus lentes? ¿Esos que había olvidado en el buró de su cuarto? Entonces sus manos se movieron afanosas hacia donde estaban sus ojos para descubrir, por fin, su propia verdad enceguecida.
Fotografía: Marco Antonio Rodríguez Soto.
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