Marco Antonio Rodríguez/ Aquel hombre tan alto veía de frente a las jirafas mientras ellas indiferentes masticaban hojas de árbol. Miraba el reflejo de su rostro cacarizo en los primeros pisos de edificios gigantes. Era tan alto que mordía las nubes como algodón azucarado y usaba la lluvia como regadera. Miraba paisajes sin subir montañas o escalar árboles frondosos y cuando lloraba aparecía cascadas tibias y saladas. Era tan alto que ningún pensamiento era más grande. Esnifaba ocasionalmente nubes y la desaparecía, pero otras más daba pinceladas al cielo como haciendo trazos en un lienzo azul y eterno, a veces rojizo o anaranjado, a veces multicolor. Cuando bailaba hacía vibrar los lagos y formaba olas monstruosas que envolvían a los surfistas. Los perros orinaban con frecuencia sus zapatos y pantalón quizás por ver en sus piernas un poste adecuado para aquella necesidad fisiológica y territorial; pero él, desde las alturas, apenas percibía un manchón cualquiera al que no le daba...
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