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Érase una vez un hombre muy alto


Marco Antonio Rodríguez/ 

Aquel hombre tan alto veía de frente a las jirafas mientras ellas indiferentes masticaban hojas de árbol. Miraba el reflejo de su rostro cacarizo en los primeros pisos de edificios gigantes. Era tan alto que mordía las nubes como algodón azucarado y usaba la lluvia como regadera. Miraba paisajes sin subir montañas o escalar árboles frondosos y cuando lloraba aparecía cascadas tibias y saladas. Era tan alto que ningún pensamiento era más grande.


Esnifaba ocasionalmente nubes y la desaparecía, pero otras más daba pinceladas al cielo como haciendo trazos en un lienzo azul y eterno, a veces rojizo o anaranjado, a veces multicolor. Cuando bailaba hacía vibrar los lagos y formaba olas monstruosas que envolvían a los surfistas. Los perros orinaban con frecuencia sus zapatos y pantalón quizás por ver en sus piernas un poste adecuado para aquella necesidad fisiológica y territorial; pero él, desde las alturas, apenas percibía un manchón cualquiera al que no le daba importancia pues a sus narices jamás llegó ningún olor. Sería tanta nube inhalada o sería a caso la altura, pero era algo que no le interesaba.


Era además un hombre mayormente triste; tan triste y solitario que inundaban sus lágrimas colonias enteras de nostalgia y melancolía. A veces, sólo a veces, cuando la tristeza franqueaba, estiraba sus ingentes manos para salvar del ahogo a los humanos hormiga, insignificantes y estúpidos.


Era tan alto que al no tener semejantes imaginaba en otros edificios, los más lejanos, personas de su mismo aspecto; primero los saludaba pero luego dejó de hacerlo pues al manotear provocaba remolinos o, peor, tornados. Si pateaba una piedra destruía la ciudad.


Por eso la imaginación: imaginaba ciudades pequeñas con gente pequeña, con autos pequeños y animales igualmente pequeños. Imaginaba amigos y luces y edificios y aromas dulces. Imaginaba palabras con las estrellas. Escribía con ellas. Escribía para ellas. Jugaba con su sombra en cualquier pared y usaba el mar como espejo cenital. Imaginaba a veces caderas en aquellos edificios curvos de la arquitectura contemporánea y, cuando eso sucedía, corría a abrazarlos maternalmente.


Aquel hombre tan alto se entretenía viendo pasar aviones a su lado. Se arrullaba con aquellos insectos de metal. Sólo las nubes, esas sus almohadas, cerraban sus ojos con la sutileza de una caricia canina y tocaban la música que le inspiraba a soñar. Era un hombre tan alto que su historia no cabía en ninguna hoja ni en ninguna nube ni en ningún lugar.


Fotografía de José Enrique Rojas González.

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