José Enrique Rojas González/
Los presagios vinieron del norte junto con las nubes que como una fuerza intempestiva arribaron con el frío, como las manchas que nublan la viseras de tus gafas tornasol, las que te permiten ver la trascendencia de las cosas.
El traqueteo de las hojas golpeó tu ventana, el verano se hizo gris y el cielo empezó a llorar. Un llanto liviano, profundo, helado, paupérrimo; como tu corazón que cubres bajo una coraza de oscuros pensamientos y miradas evasivas. Poco a poco, la negrura se esparció por el firmamento y, tumbado boca arriba, abriste los ojos.
Tu mirada perforó el techo, y se dirigió hacia los confines del Universo que, en ese preciso momento, era el pasado que te hizo ser lo que ahora eres. Ahí, tendido, has clamado por tu esencia. Ausente, lejano, olvidado, huido de los cláxones de coches en la calle; de las voces mestizas hijas de Cortés y Cuauhtémoc, que claman como perros en la acera una identidad. El tiempo se detuvo, como tu corazón, y el vómito de sangre emanó de tu interior, con la fuerza de un volcán en erupción.
*
Entonces decidiste. Te incorporaste a tientas en la oscuridad, el llanto del cielo nubló tu mirada y caíste de costado sobre el duro suelo. Buscaste el pitillo y lo encontraste, en la profundidad de tus sentimientos y a un costado del librero donde coleccionas, como juguetes, aquellos libros que siempre quisiste leer y que nunca, quizá jamás, podrás hacerlo.
La amargura del veguero recorrió tu nariz, pasó por tu tráquea y perforó tus bronquios, llenando con el aire del incienso del adicto tus pulmones tornasol, llenos con los efluvios del cáncer. Mojaste tus labios, y buscaste el mechero que alumbra la noche, aquél que con su flama apaga la Luna en las noches de soledad.
Y lo buscaste; por aquí, allá, acullá, más allá de acullá, pero tus intentos fueron estériles. No fue como la vez pasada, que también perdiste el mechero, cuando vagaste por largos días sin poder encontrarlo, hasta que recordaste, tonto tú, que estaba en la repisa donde colocas tu corazón. También fuiste ahí, pero ahora no lograste hallarlo [...]
*
Los gusanos del recuerdo comenzaron a devorar una a una tus ideas. ¿Recuerdas? Recordaste el ayer, el antier y el hace mucho tiempo mientras tu cara era iluminada por los estériles brillos de una Luna que como la pupila dilatada del dopado se posó sobre ti. Se delinearon bailarinas y danzantes en las paredes de tu cárcel de concreto, y sucumbiste, de nuevo, al profundo abismo del anhelo.
Los gusanos del recuerdo comenzaron a salir de tu corazón. El pérfido verbo que hizo mella en ti no lo has podido aniquilar, mutilar, destilar, acabar [...] Afuera, en derredor, el llanto liviano del cielo permutó en una tromba que golpeó el cristal de tu pecho e inundó con sollozos el firmamento.
Te crecieron alas cuando te paraste sobre el alféizar de la ventana que abriste cuando el primer relámpago azotó el Valle Matlatzinca. Su voz sonora perforó todos los huesos de tus oídos y retumbó en lo profundo de tu corazón. Ahí, en la esquina de la oscuridad.
El tiempo siguió su curso, y levistaste sin un rumbo fijo por el medio de la nada para buscar el mechero. Estúpido encendedor. La clave está en el fuego; sólo el fuego es destructor.
De pronto lo encontraste y tu pupila se dilató. La desenfocada imagen de la bengala se posó frente a ti y tomaste como con la mano el encendedor. Prendiste el pitillo, y el humo tóxico de nicotina y alquitrán recorrió el mismo camino que el perfume dulce de la flor que siempre amarás hizo una vez, quizá dos, hasta la frontera de tu interior. Bocanada a bocanada, tu vida se consumió en un susurro de la nada absoluta que siempre estuvo ahí, dentro de ti, y que nunca hasta ahora supiste percibir.
Sí. La clave está en el fuego.
Fotografía: Marco Antonio Rodríguez Soto.
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