José Enrique Rojas González/
Las miradas se encontraron en la cotidianidad de la incertidumbre. “Hola, ¿cómo estás?”, preguntó un alma a la otra en la acera, el Sol matutino en el horizonte y el verbo se hizo acción; acción revolucionaria de la monotonía del sin sentido de vivir.
El contacto fue tan fugaz como un minuto y tan eterno como toda una existencia. El espacio se deformó y el tiempo se consumió en toda una vida de sentimientos supletorios de la oscuridad del Universo. Porque venimos del vacío y al vacío nos dirigimos, y en el camino nos olvidamos de nuestra condición y elegimos a nuestros compañeros en el sendero de nuestra existencia.
Porque, ¿qué otra cosa más revolucionaria hay que un “hola, ¿cómo estás?” Revolución es permuta por antonomasia, o lo que es lo mismo, un cambio profundo y violento en una estructura. No hay transformación más intensa que el inicio de una conversación entre dos almas desconocidas y el comienzo de un sentimiento profundo, que permea en las aurículas del corazón y lo insurrecciona, como los sains culottes que destronaron al Antiguo Régimen de mierda y estulticia de Francia, en un tiempo que parece olvidado pero que nos marca en el devenir de nuestra existencia.
Acción. Verbo. “Sonidos que expresan una idea”. El presente pulula de realidades que se fincan en el pasado; la Historia está viva en nosotros y nosotros, los humanos, remamos contra la corriente en las venas abiertas del Universo.
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Aquella mañana Orestes se insurreccionó. Tendido en la cama, recordó de manera difusa ese sueño que lo perturbó y le reveló su epifanía, como un mito de creación.
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Orestes y Abadiel se dirigieron con paso acelerado hacia la furgoneta. En ella se encontraba Ezequiel, las manos en el volante y la mirada roja como la sangre del cordero de Dios; Eréndira en el copiloto, con un hilo de saliva con olor a viernes saliendo del borde de sus labios secos, agrietados como las piedras del valle del Mezquital que otrora, en un tiempo perdido en los confines del pasado fue fértil y que ahora recibe los desperdicios de las cloacas de la capital del país, como los inodoros de los bares baratos de Toluca que acogen el vómito de los ebrios prisioneros de una soledad disimulada. Ellos entraron y aquél arrancó, acelerando hacia la vialidad que conectaba el pequeño pueblo con la campiña. Pasaron una curva y el automóvil se dirigió a la derecha; a lo lejos, en lontananza, el gran volcán estaba cubierto de nieve y exhalaba humo blanco, así como los beodos emanan su alma cuando se aproximan a la muerte intoxicados en su alcohol.
Llegaron a una hacienda y en la puerta había un hombre armado, sombrero abultado, botas opacas, con la boca abierta y la lengua fuera de los dientes. Vestía de negro. Los cuatro se bajaron y quisieron entrar; el pistolero les cerró el paso con aire amenazante, apuntándoles fríamente con el arma al tercer ojo: “El sendero ha finalizado, no pueden entrar, den un paso atrás y regresen por donde vinieron”.
Los cuatro retrocedieron, más como acción reacción que por miedo. Caminaron un par de metros, y escalaron una gran valla que separaba el camino de la hacienda. Vieron; a lo lejos cientos de pinos formaban hileras perfectas que cercaban una construcción. Escalaron y saltaron.
Uno, dos, tres. Fueron las veces que Orestes vio alrededor para ubicar el lugar. Dentro, no eran cuatro, sino siete quienes, abrumados por el frío del lugar, buscaban como girasoles los rayos del Sol para calentarse. Ahí estaba Jeremías, con su cabello enmarañado cubriéndole los ojos secos; allá estaba Arturo, con la vista en un punto muerto entre el horizonte y el presente; acullá Irlanda, con su piel hecha polvo por el transcurso de los días.
Entonces, Orestes caminó un palmo hasta llegar a una iglesia, cuya fachada bien podría ser barroca, seguramente del siglo XVIII, en tres niveles, con columnas salomónicas dividiendo la nave central de las dos laterales, con dos nichos para San Lorenzo y Santa Isabel, con una campana negra y opaca que remataba la única torre del recinto.
Deambuló otro tramo; la niebla se abultaba en forma de casas abajo de la iglesia. Se dirigió ahí y escuchó la exhalación de un pueblo que estaba al borde de la muerte, suspiros, llantos, el repique de una campana, la exhalación de una vida.
Llegó levitando al camposanto. Luego encontró una pala y comenzó a cavar, tan hondo como sus brazos le permitían. El cielo se oscureció, el frío se acrecentó y una voz taladró sus oídos: “estás muerto y no volverás a recorrer tu sendero hasta que descifres el significado de los libros”. Abajo, en la fosa, encontró un cúmulo de textos cuyo lenguaje no logró reconocer, susurraban cosas ininteligibles y emanaban gritos que nunca pudo callar [...]
*
Entonces, Orestes despertó. Tumbado en la cama sus pensamientos traspasaron el tiempo y se dirigieron hacia Ella, presurosos como el viento frío del norte que barre, en los inviernos mohínos, las endebles conciencias de las mentes atormentadas que buscan afligidas su sendero en el calor del regazo de una madre. Se bañó, se vistió y desayunó. Salió de su hogar, rumbo al norte. Avanzó cuatro cuadras, dobló a la derecha. Caminó algunos metros hasta la esquina. Esperó.
Ahí estaba Ella. Su cabello negro azabache , oscuro como la noche, brillaba a contra luz y caía como cascada por las curvas de sus hombros. Su gabardina café con manchas negras le daban un porte serio y marcaban el contorno de sus caderas; sus ojos inspiraban confianza pues brillaban como las gotas del alfeizar de la ventana de un cuarto cualquiera que hubiese recibido una tromba de verano. Los vio más de cerca y se dio cuenta de que había nimbos púrpuras dentro de ellos. Recordó a la Nebulosa de Orión y se dejó caer en la inmensidad de esa gravedad.
Ambos se sentaron y se recargaron en el tronco de un árbol solitario. Entonces Orestes sacó un libro, leyó y ambos se perdieron en las olas de las letras que él recitaba en esa plácida mañana; él no estaba sólo en la empresa, pues un coro de gorriones acompañaba la tenue voz que salía con la fuerza del amor de aquella alma en busca de un corazón emancipado. Ella estaba delante de él, en el rincón de sus piernas, ladeó la cabeza un poco y escuchó. Orestes recitó cuatro párrafos y el silencio reinó, ambos acercaron sus labios al del otro y él preguntó:
- ¿Quisieras acompañarme a recorrer el sendero de la incertidumbre en el mar eterno de trascendencia del Universo?
- Sí [...]
*
Verbo. Acción por antonomasia. El sendero de Orestes se mostró en la cotidianidad de su incertidumbre.
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