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El lugar más sosegado del mundo

 José Enrique Rojas González /



El camino al camposanto estaba plagado de recuerdos del pasado que vivimos los dos y de los que sólo quedan las reminiscencias de las pláticas de madrugada en las que pasábamos minutos, quizá horas, diseñando el plan que aplicaríamos para comernos al mundo. ¿Recuerdas esas noches en donde, bisoños los dos, remábamos contra nuestro destino escuchando aquellas canciones de Oasis, Blur o Travis, esos grupos británicos que nos transportaban a un horizonte lleno de posibilidades y que nos permitían salir de nuestra realidad inerte? Aquellos aullidos de la adolescencia que nos tatuamos, junto con nuestros sueños, en el lado izquierdo del pecho.

El ambiente se hizo denso cuando la furgoneta color rojo sangre paró en la esquina del lugar en donde los cuerpos de los muertos se transmutan en tierra y en flores. Como guardias flanqueando el camino de la trascendencia se encontraban los claveles y los cempasúchil que los vivos dejaron en una pugna interminable contra el olvido. Caminé dos metros y encontré un guajolote con sus crías, cuyos ojos, negros como las entrañas del universo, se posaron en mí y desnudaron mi alma, viendo todos aquellos secretos que he guardado y que nunca, quizá jamás, podré articular en un léxico coherente.

Entonces, entré por la barda de medio metro y pisé la tierra de los difuntos. La brisa arreció y el sol, en su máximo esplendor, arrojó un halo de vida y calor sobre mi piel. Caminé hacia el poniente y te encontré, parado frente a tu túmulo, vestido con un traje y zapatos negros, y una camisa blanca como la inocencia de un niño de cinco años. Tu cara era la misma que cuando platicábamos en tu apartamento, pero el brillo de tus ojos habíase transmutado a una nostalgia profunda, tan profunda como los vicios con los que los vivos enfrentan, día a día, el noble arte de vivir.

- Amigo, ¿qué haces aquí? Tú estás muerto.

- Tú también lo estás, mi amigo. Tú estás muerto del corazón, yo del cuerpo. Tu pena es mucho más aguda que la mía.

Entonces, posamos nuestros brazos por los hombros del otro y nos hundimos en un abisal abrazo que duró una vida lacónica, como la tuya, tan llena de potencia pero tan breve como las noches de verano. A ti una fugaz luz en medio de la noche te la arrebató; a mi los vivos me han despojado de cada uno de los planes que había diseñado junto a ti.

Fue en un día de octubre de 2015 cuando empecé a hablar con Dios. Le cuestioné tu partida, le escupí en los pies, bramé como un perro con rabia y lo denosté. -¿Cómo puedes ser tan ciego?-, vociferé a los cuatro vientos, y no obtuve ninguna respuesta que sosegase mi vesania que de a poco me consumió y me transmutó en un purulento ente acechado por el miedo, encolerizado con la vida, corrompido por el deseo, ulcerado por el dolor. Ahí ya no estabas tú, tan lleno de vida como siempre lo fuiste; y sí estábamos todos los demás, los que merecemos morir, los que hemos llevado al límite nuestra existencia, los que nos consumimos en nuestros anhelos, intoxicados en estupefacientes que consumimos para pausar nuestra menesterosa savia.

- No escuché la respuesta de Dios y he venido a visitarte para oírte a ti, amigo.

- Aquello que llamas Dios es la potencia que tienes en tu interior. La clave está en el silencio. Aprende a escucharlo.

Entonces, empezamos a comer y beber juntos, recordando los ayeres y diseñando, como aquellos días, los planes para nuestra vida y nuestra muerte.

Las flores comenzaron a susurrar una tenue melodía que me hizo recordar que estaba en el lugar más sosegado del mundo. Tu cama es la tierra y tu cobija el firmamento. El gran árbol del costado cubre tu tumba, los guajolotes se aseguran que en tu viaje al Mictlan no seas perturbado.

Aquí el tiempo no pasa, todo está igual que  hace seis años. Es momento de que vuelvas a recorrer tu viaje y yo regrese a mi cotidianidad de incertidumbre. 


Fotografía: José Enrique Rojas González.

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