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El abuelo

 Marco Antonio Rodríguez/





Ayer fue un día bueno. Visitamos al abuelo, un hombre fuerte de voz ronca apenas descifrable y cabellos desordenados que esconde bajo un gorro negro aborregado o una esporádica gorra de las Chivas, su equipo favorito. De esos que prefieren un libro a un escapulario y no por ateísmos expresos o herejías absurdas: su hermano Daniel es sacerdote; su hermana la mayor, la tía María del Rosario, escucha misa hasta cinco veces al día mientras que tía Paula prefiere rezar los rosarios correspondientes desde su fría casa donde, por cierto, nunca faltan galletas y café caliente. El abuelo toma “El puente hacia el infinito”, libro que compró creyendo encontrar en sus páginas una historia tan buena como la que halló en Juan Salvador Gaviota pero no fue así pues confiesa que Richard Bach le quedó a deber, aunque no especifica qué. Lo sujeta con la mano izquierda pues la derecha va aferrada a un bastón con asiento. 

Con la pericia de sus ochenta y tantos años abre la puerta de un zaguán negro, luego la del carro y de un solo esfuerzo logra sentarse en el asiento de atrás del conductor. Baja la ventanilla y suspira despidiéndose de quienes, por lo que sea, no le acompañarán este día, o rato.

Durante el camino platicamos del congestionamiento vial en la Ciudad de México consecuencia del desabasto de gasolina en el Estado de México y suponemos premuras estratégicas del gobierno federal. Se da el tiempo de argüir que la corrupción en Tlalnepantla es tal, que para denunciarla hay que sobornar al fiscal en turno pues, de lo contrario, la queja pasa al archivo general; algo así como el bote de basura.

Sin apoyo del GPS es capaz de trazar rutas kilométricas. Apenas se acuerda que tiene celular cuando siente que algo vibra en la bolsa izquierda de su pantalón y decide no contestar; prefiere en cambio sacar el pañuelo blanco que guarda en la derecha. Desdobla la tela, exprime la nariz, vuelve a doblar y guarda. Es incapaz de trastabillar: su plática es interesante porque pronuncia gravísimos dignos del más aclamado bajo iberoamericano. La voz es consecuencia de una jubilada vida de chacuaco donde chupó cigarros de los trece hasta pasados los cuarenta. Vemos el paisaje de smog defeño. Lo disfrutamos aunque no nuestros ojos.

De súbito la plática se interrumpe por el valet que anuncia a diez pesos la hora. Cruzamos del estacionamiento al Hospital Juárez de México donde por años el nieto que lleva su mismo nombre estudió la especialidad en Medicina Interna y quien, como pudo, logró ingresarlo aún no siendo ya médico residente del megaedificio. 

Toses aquí y allá dan cuenta del escenario por el que transitamos. Pisamos pasillos espesos de angustia donde la fe se hunde y luego renace. Se siente la impotencia de aquel que come una galleta salada como masticando aire y su mirada se pierde en siluetas inexistentes hasta que topa con aquella que duerme camuflada entre los árboles con piernas encogidas al pecho para reducirse al máximo y que los guardias no se den cuenta de su existencia e interrumpan su momento. 

Seguimos caminando. Llegamos por fin.

A la señal del médico, el abuelo levanta el chaleco para después desabrochar su cinturón. La perforación rudimentaria en medio del mismo revela que el viejo ha reducido su talla y tiene, desde hace unas semanas, que apretarlo más para que no resbalen las mezclillas o casimir según su intermitente -pero activa- carrera de abogado le permita. Los médicos dicen que no ha perdido peso sino músculo y él lo toma con serenidad, noticia que treinta o cuarenta años antes le hubiera alarmado sólo de pensar en que el informe clínico significaba bíceps menos voluminosos o pectorales flácidos. 

Entra. Su cuerpo exhibe tatuajes amorfos que enmarcan la zona por donde minutos después bailarán rayos X. Está en el cuarto, solo, con frío. Los médicos le mueven aquí y allá hasta lograr la posición ideal para el procedimiento. Intercambian palabras que nadie de afuera logra registrar.

Los médicos salen, el abuelo no. Cinco minutos o quizás más se pasan. Regresan los médicos y salen con el abuelo.

Se viste, sonríe. Vámonos, dice.

Un cubrebocas impide registrar sus expresiones pero sale bien y parece que sonriente. Caminamos los mismos pasos de antes. De vuelta, en el carro, recuerda las audiencias pendientes en León, Guadalajara, San Luis Potosí y, cómo no, el Establo de México. Mastica un plátano pecoso que guardaba en su lonchera azul marino. Se exprime la nariz.

Con azoro descubrimos sus gustos por Nelson Ned. Lo revela. El abuelo se da tiempo de afinar el ¿quién eres tú? que pregunta el extinto intérprete en ritmo balada. Viejo cantor, el abuelo nos deleita con un vibrato estilo Alberto Vázquez. Recuerda sus días de pilotaje novato con excompañeros de Talpa, su tierra natal. Describe con ojos brillosos los tiempos en que existían más plantas que carreteras y caballos que carros, o gente imbécil. El mundo está plagado de güeyes, piensa de momento sin que su boca pronuncie sonido alguno; son los ojos quienes delatan la sentencia. Está orgulloso de vivir su vida.

Se sorprende también cuando se entera que la música va, sin cables, del celular al auto y que las llamadas se escuchan “¿en la radio?”, como balbucea mientras su hijo mayor atiende a un próximo cliente. No da cuenta de lo que ve y escucha.

Pide Amémonos, con Cuco Sánchez. Canta con el mismo fervor que el cantautor tamaulipeco. En un espacio musical suspira y reclama que “éstas sí son canciones”. 

Amar es empapar el pensamiento, canturrea cuando el cubrebocas colocado como bufanda deja ver una sonrisa grande como su emoción por volver a escuchar la canción luego de décadas. Creyó que jamás lo haría, que la ilusión se habría ido junto con los vinilos perdidos.

Nunca le gustó Chavela Vargas y no por xenófobo sino por mexicano que sabe que la música nacional se grita y sufre pero no se jadea. No es por chilena, insiste. María de los Ángeles de las Heras Ortiz, o Rocío Durcal por su seudónimo, siendo española tenía lo suyo.

Llega a la conclusión que la música, para él, es buena por la letra y no por su intérprete. El mismo Cuco cantaba horrible, dice.

El carro se detiene en el lugar que nos vio partir horas antes. Truenan los seguros de las puertas en señal de un viaje finalizado y, con ello también, una tarde en compañía del abuelo que sólo quedará en la entelequia.

Mañana descansará en su cama, exprimirá su nariz una y otra vez o las que crea necesarias, se sobará el vientre, irá al baño, cubrirá su cabeza con un gorro negro aborregado y hojeará “El puente hacia el infinito” hasta que la lectura se vea interrumpida por la música de Cuco Sánchez que viene de un carro estacionado frente al zaguán negro.


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