Marco Antonio Rodríguez /
Algo hay de cierto en eso de que la fe es más grande que cualquier pandemia, y es ver esa oleada de gente que iba y venía, que besaba tu ataúd una y otra vez mientras los monaguillos lo limpiaban una y otra y otra vez para el turno de la boca o abrazo siguiente, sólo reafirmó que tu familia, padre Daniel Rodríguez Macedo, iba más allá de tus hermanas y sobrinos.
No me equivoqué en reconocer que antes que Padre fuiste tío y amigo de quienes tuvimos la dicha de conocerte.
Por momentos, tío, me hiciste sentir como el consentido de la familia o que tenías un particular cariño por mí, y aunque no descarto esa posibilidad y me halaga recordar tus palabras, al ver el llanto de esos niños que no querían despegarse de tu caja, o las señoras con sus bastones movidas apenas por la inercia que dan los años, o las filas y filas de gente que acudieron a tu último adiós antes de tu sepultura y que me impidieron pasar al otro lado de la iglesia para saludar a tus hermanas y el resto de familia que te acompañamos, me hizo pronto entender que no fue que tuvieras un trato preferencial con alguien, sino con todos y que tu fulgor era igual siempre; entendí que todos los de aquel Santiago Tlacotepec por el que anduviste por más de 14 años, éramos sin excepción tu hogar.
Oírte platicar con el vocabulario más común y tomar vino, o bromear sobre cualquier tema, nos enseñó a muchos que los sacerdotes son personas antes que otra cosa y por eso es también que "Tío Daniel" fuera mi vocativo contigo.
Es cierto que fue desoladora tu partida, pero sentir el amor de la gente nos da a todos consuelo. Te prendimos -incluso sin saber el significado de hacerlo- un sinfín de veces el sirio en casa confiando que al hacerlo tú mejorarías, pero luego de que la vela se achaparraró comprendimos que tú ya estabas despidiéndote.
Hicimos del hospital muchas veces nuestra oficina de trabajo y en sus jardineras improvisamos mesas de comedor para montar la guardia de tu cuidado. Ahí conocimos a tus compadres, quienes te procuraron y cuidaron más bien como a un hijo. La señora Darely y don Luis no se separaron ni un momento de ti demostrando que ellos, sin llevar tu sangre o apellidos, fueron más familia que los que sí.
Nos enseñaste, entre muchas cosas, de caridad, honestidad, altruismo, empatía y misericordia: “perdona por sobre todas las cosas, incluso los actos más inhumanos, Chicharrón”, me dijiste un día. A veces cuesta trabajo, pero tú jamás trastabillaste al hacerlo y te lo reconozco y aplaudo. Rezabas por los que nos hacían daño y los redimiste en todo momento. Perdonar era la respuesta que siempre recibí de ti y obrar con humildad el mejor consejo.
Adoptaste esos valores como tu modo de vida y los practicaste hasta el fin. Rara fue también la vez en que hablamos de Dios o de la Virgen o de los santos, porque no encasillabas las pláticas a tu oficio. Nos gustaban en cambio los mismos tríos e incluso, en ocasiones, los mismos grupos de rock aunque no sucedió lo mismo con el tequila o los retiros espirituales.
Te fuiste y me quedaste debiendo ese intercambio que apalabramos pero nunca se concretó, otro viaje a Ciudad Altamirano, la misa del aniversario 50 de mis papás y la de mi boda; una visita -o muchas- a nuestra nueva casa, las comidas de los martes con tu sobrinóvich y muchos años más contigo, pero yo también te quedé a deber muchas cosas más, como los perdones por las veces en que te pude haber fallado o que me invitaste a tal o cual festividad de tu pueblo o santo y que por trabajo, o los compromisos que nunca se acaban, no pude ir.
Ya llegará el tiempo de reencontrarnos y disfrutar de más hazañas, pero en tanto se te va a echar de menos, tío. Te quiero mucho.
Fotografía: Parroquia de Santiago Apóstol, Tlacotepec, Arquidiócesis de Toluca..
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