Marco Antonio Rodríguez/
Jugábamos, recuerdo bien, con el rastrillo de papá y lo paseábamos por la cara sin vello. ¿Te acuerdas? Tú siempre quisiste tener una barba como la de Ryan Hurst en su papel de Opie en Sons of Anarchy. Dejabas a ver que aquel personaje te inspiraba una especie de no-sé-qué que transformaba tus desánimos.
Teníamos doce o trece, porque fue justo la etapa en que mamá abortó al que pudo ser mi hermano favorito. Ella no hubiese querido hacerlo, pero Dios sí. La veíamos tan ilusionada que nos inspiraba una ternura inusitada, ¿te acuerdas? Compraba ropas de talla extra-grande en esas tiendas aburridas para embarazadas; le cantaba y acariciaba lo que, a su decir, era la cabeza de nuestro hermano pegada a su ombligo. Nos pedía que de vez en vez le habláramos a su vientre para que nos conociera antes de ver la luz y el mundo que le depararía junto a nosotros, ¿te acuerdas?
¿Que si fueron días aciagos? Ahora no lo recuerdas, o no lo sé, pero yo sí tengo nítidos esos momentos, así como si en serio hubiesen sucedido ayer, o antier o hace tres días: ella decía que no, pero los días siguientes a su salida del hospital la escuché maldiciendo a todos los santos y arcángeles, a Dios mismo y su madre María. No estaba triste sino colérica y cualquier blasfemia era como el bálsamo que apaciguaba su furia. Y es que Dios, dijo, le arrebató injustamente a su hijo.
Pero volvamos atrás, al día que desató la calamidad. Ese día por poco ella también muere como tú lo haces ahora, hermano, en medio de la podredumbre que es tu vida. Mamá tuvo un insoportable dolor empapado en sangre que obligó a papá a manejar a 100 kilómetros por hora rumbo al hospital donde horas más tarde recibimos la fatídica noticia. Nosotros supimos eso hasta el amanecer, cuando descubrimos que la sandía del desayuno llevaba semillas y el huevo no tenía jamón.
Tío Jesús nos daba los buenos días mientras tú, espantado, como si presagiaras lo inevitable o vieras en serio a los demonios con los que ahora convives, respondías su saludo con una pregunta: “¿y mis papás?”. Él sólo buscaba ser amable y cumplir con su papel de padrino hasta que tus lloriqueos lo llevaron a confesar, ¿te acuerdas?
Salimos disparados de la casa y al llegar al hospital la figura de nuestro padre demacrado te hizo desmayar y reventarte la cabeza. No cooperaste mucho y por eso te mandaron con un enorme chipote al carro, ¿te acuerdas? Te dieron el libro de Julio Verne que leías con el mismo ímpetu con que tragabas antidepresivos.
Si te lo cuento es porque ya nada retienes y porque el humo te ha nublado los recuerdos. Fue todo tan gris: días después del alta médica, al salir, el llanto de nuestra madre se desvanecía con la lluvia que caía como escupitajos de repudio que le recordaban el vacío que llevaría como sentencia de vida. Papá fumaba un cigarro tras otro en el día y porro tras porro en las noches, ¿te acuerdas? No lograba dormir pero sí perfumar la casa. Su impotencia se olía hasta nuestro cuarto y fue entonces que te enamoraste del tufo a pasto quemado y el cosquilleo en el cuerpo, ¿no? Porque si algo he de reconocerte, es que siempre fuiste audaz pues pronto descubriste su escondite.
Tu destrucción comenzó a bocanadas de humo, acompañado de los robos hormiga de su yerba.
¿Te acuerdas que el día del hospital no pude más que aferrarme al brazo de mamá, robarte tres de tus grajeas calmantes y disculparme por no-sé-qué con ella e intentar consolarla acompañándola en sus lamentos? Te dio risa escucharme hablar como tarado, pero es que en realidad lo estaba. Ni el tramadol ni el clonazepam hicieron en mí lo que tus malditas pastillas.
Sí, hermano, una parte de ella murió desde entonces. Quedó adherida a la plancha del quirófano.
Estás muy mal para entender lo que te digo, pero lo hago porque necesitaba vaciarme y porque -como varias veces te lo he dicho- yo de las drogas nunca fui aficionado, a diferencia tuya, que lograste domarlas y perderte en esta otra realidad que sólo tú y nadie más entiende. Porque sí: sólo hoy tú sabes lidiar con tus demonios, ensimismarte y desentenderte de lo que nos tocó.
Sí, sí, sí… sí fueron días desgraciados, pero a ustedes les duró nada.
Es cierto que paulatinamente volvimos a las cenas que acababan de madrugada, a las risas por nada y por todo, a los libros compartidos, a las vacaciones exprés y los videojuegos de fin de semana o la aparente normalidad, pero es que ya nada ni nadie volvió a ser normal.
¡Mírate y míranos!
A veces pienso que mamá nunca volvió, que más bien se quedó encerrada en aquel viejo hospital y sólo de ahí logró escapar su sombra. Y claro, meses después sucedió lo previsible: papá, al no poderla ni poderse consolar, buscó aliento en otros brazos y otras piernas y se decidió largar enterrando definitivamente la pequeña porción que quedaba de nuestra madre. Ella, en cambio, como pudo sobrevivió al embarazo fallido, pero no a la idea de una vida sin marido y la consecuente soltería con dos jóvenes preparatorianos, por lo que luego de llamarle a tío Jesús, hizo cobardemente lo que ya sabemos.
¿Te acuerdas cuánto esfuerzo te costó escuchar aquella canción de Charly García? ¿Recuerdas el cañón en la sien de nuestra madre? ¿Recuerdas la bocina vomitando los acordes de Gary B. B. Coleman? Cuéntame, ¿aún llora tu cielo?, ¿aún la ves andar los sinuosos caminos?, ¿aún sueñas con su imagen difusa por el humo de cigarros?, ¿logras en serio acariciarla?, ¿te escucha? ¿Por qué ahora me ves así, hermano? ¿Todavía te duelen los recuerdos? ¿En serio lo recuerdas o sólo finges hacerlo?
No, no, no, no… hermano, tú no debes sentir ya nada ni mucho menos recordar el estruendo tan seco que detonó su decisión que hoy rebota en mi cabeza como el plomo en su sangre.
Yo estaba solo porque, claro, me dejaste cuando más te necesitaba. Porque no ganaba dinero para mantener tus vicios ni tenía influencias para mantenerte a salvo de los infiernos que hallaste en las tantas cárceles que llevas en tu historial y que enumerabas cual si hablaras de museos o parques.
Claro, pudieron más tus pipas y pastillas. Eso sí, te juro que no recuerdo exactamente cómo pasó, pero de pronto te descarrilaste y rompiste tu cascarón de bondad: abandonaste la escuela, embarazaste a Itzel, luego a Renata y luego no sé ni a quienes más, aunque, lógico, también las dejaste.
Asaltaste al primer transeúnte y luego al segundo; robaste una casa y luego tu vida fue una enciclopedia de crímenes y atrocidades de las que perdí la cuenta. Lo narrabas con el orgullo que siempre te ha caracterizado ¿te acuerdas? Porque sí, la calle era tu oficina y los vicios tu materia prima; las drogas tu trabajo y ambrosía y el poder tu adicción.
Te volviste la miseria. Te volviste temible. Te volviste nada.
Eras la oscuridad de nuestra madre, eras su suicidio en esas horas silenciosas de la madrugada. Eras las mujeres de papá; eras el sudor que les provocaba a sus cuerpos. Eras el humo que desvanecía el rostro de mamá y la bala navegando en sus pensamientos.
Quisiste hacerte el notable como aquel día del hospital en que caíste derramando la poca nobleza que te quedaba. Fue como si se quedara adherida a la sangre que escurriste en los escalones de la entrada y que hacían de aquella escenografía un cuadro de Polloc. Insisto, querías hacerte notar y muchas veces lo lograste, mi artista oscuro.
¿A quién sino a mí le importaban tus tratamientos? ¿Quién si no yo te quiso resucitar miles de veces? ¿Quién si no yo te lloró y te lloró? ¿Quién si no yo iba a pagar tus platos rotos? ¿Papá? No, hermano, los muertos no saben hablar nuestro lenguaje y mucho menos solucionar vidas o pagar tratamientos. Y no, ni lo intentes, soy yo quien hace ahora las preguntas, mi detective.
¿Te acuerdas de las gabardinas donde guardaste tus primeras grapas? ¿Recuerdas cómo al cabo de unos meses tu nariz menstruaba diario y todo el tiempo a causa del perico? Si no era el cáncer, las hemorragias iban tarde o temprano a matarte.
Decía el tío Jesús que desde que nacieron los pretextos se extinguieron los idiotas y tú, mejor que nadie, eras la ilustración de su axioma predilecto. ¿Te acuerdas? Lueguito del diagnóstico te armaste los primeros dos churros. Te recuerdo salivando el papel arroz como si se tratara de una paleta de limón o una postal para Ryan Hurst, tu barbudo ídolo.
De inmediato surgieron esos comentarios de que tu amigo Este y tu cuate Aquel te dijeron que la mota era más efectiva que el tramadol para soportar la resaca de las quimioterapias. Porque claro, quizás ahí comenzó todo, ¿no?
Primero fueron los churros y luego los ajos y poppers, hasta que tus brazos dieron la bienvenida a las jeringas de No-sé-qué y los polvos y pastillas de Quién-sabe-cuál que hicieron de tu cuerpo una fosa inconcebible de donde se podían extraer farmacias enteras. Lo que nunca te dijeron esos amigos, creo, fue que con la llegada de nuevas drogas también se avecinaba tu reencuentro con mamá. Y vete ahora, estás apenas a dos gramos de llegar, mi atleta drogui.
Perdón, hermano, pero aunque por instantes no quiera hacerlo y me carcoma la impotencia, debo aprender a soltar tu mano.
Viaja, vive y sueña con lo que quieras. Acaríciala; ¡acaricia a nuestra madre! Limpia el humo de su rostro y cántale sus canciones; tararéale The sky is crying; guíala a su cama y hazla descansar. Platica con ella y por favor dile que la extraño.
Déjate la barba como Ryan Hurst, fúmate todos los parques y bébete todos los ríos. Esnifa las nubes o inyéctate lluvia. Acaríciala, abrázala y en serio perdónala, dile que no tiene la culpa de nada, que todo fue un mal sueño.
Piensa en el sol y en el mar aunque haga frío; piensa en el reloj marcando las tres de la madrugada, como en la canción de Charly. Sí, esa es tu hora, hermano, ¿no?
Dime, ¿en serio la ciudad es rosa?, ¿en serio escuchas a Charly o es acaso Coleman?
No, hermano; no me veas de esa manera que yo no tengo nada que perdonar. Sécate esas lágrimas y concéntrate. Cierra de una buena vez los ojos. Recuerda apretar bien las muelas y sólo cuando te sientas seguro jala del gatillo.
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